12 de junio de 2010

Carta a un Relato

Querido Relato,

Fue en aquella tarde cuando se enfrentó a ese pasado que estaba más cerca de lo que ella misma podía imaginar. ¿Habían pasado horas? ¿Días? ¿Meses? ¿Años? De lo que sí estaba segura era de que había pasado una eternidad desde que apoyó los antebrazos en el alfeizar de la ventana de su habitación, y la frente en el cristal. Se veía toda una calle por la que había paseado cientos de veces, las tiendas de toda la vida y los vecinos que vivían ahí desde siempre. Pero su mirada señalaba hacia un único punto.


Era el último árbol de la calle, junto a la esquina. Durante casi dos décadas había sido un simple árbol más entre los cerca de cien árboles que había en la calle. Pero un día, dejó de ser un árbol para pasar a ser el árbol.


Aunque se conocían de tiempo atrás, en esa esquina y junto a ese árbol empezaron a conocerse de otra manera. Ese era el punto de encuentro, eran incontables los minutos que había pasado esperándola junto a ese árbol; casi tan incontables como interminables. Allí, cuando ella apoyó su espalda en el árbol, se besaron. Y tras ese primer beso, vino el segundo, el tercero, los de despedida e incluso los de sorpresa. Desde entonces la única vista desde esa ventana era el árbol, lo miraba esperando a que por sorpresa él apareciese y la esperase junto a él.


Pero aquel beso sabía distinto. Apoyó la espalda e inclinó la cabeza hacia atrás hasta que se chocó, mientras él la agarraba con una mano por la cintura y con la otra se apoyaba en el árbol; tal vez con el miedo de que algún día ninguno de los dos estuviesen en ese mismo lugar. Ese beso sabía distinto. Dicen que el beso más difícil no es el primero sino el último, pero afortunadamente para ese instante, ninguno de los dos sabía que era el último.


La ventana también pasó a ser una ventana muy especial. Cada mañana al levantarse apoyaba primero las palmas de las manos y se inclinaba en tensión para mirar la misma vista de cada día, y después apoyaba los antebrazos y juntaba las manos cruzando los dedos para seguir mirando con la frente apoyada en el cristal. Sin embargo, esa mañana no había llegado al momento de apoyar los antebrazos. Había algo distinto en el árbol. No eran más que cinco letras: TE AMO. Alguien las había pintado con pintura de color rojo. Ella sabía que había sido él porque ¿quién podía ser sino? Entonces una lágrima cayó de sus ojos y mojó su mano izquierda, que justo en ese momento se la llevó a la boca para tapar su sonrisa.


Primero pasaron días, después semanas, y después meses. Él no había vuelto. Cada día por la mañana se levantaba y veía esas cinco letras que a ella le encantarían gritarlas por la ventana y que todos los que caminaban junto a ese árbol se enterasen. Pero ni el grito más fuerte ni más alto era suficiente para demostrar cuánto lo amaba.


La ilusión se había ido perdiendo poco a poco. Algunos días se levantaba con la esperanza de que él la estuviese esperando con la mano apoyada en el árbol, con una mirada sugerente se besasen y recuperasen el tiempo perdido; y después hacer el amor, quizás junto a ese árbol, quién sabe. Otros días miraba por la ventana casi por casualidad, recordándose a sí misma que los buenos recuerdos del pasado están a salvo en la memoria y jamás se volverán a repetir.
Ese viernes por la mañana, ya no había cinco letras de color rojo. Alguien había cogido la misma pintura roja y las había tapado. ¿Habría sido él? ¿Habría dejado de amarla? No encontraba explicación para lo que veía, y su mente era un cúmulo de preguntas y respuestas que se entrelazaban entre sí. Lo único que sabía es que el árbol tenía una mancha de color rojo, como si alguien le hubiese hecho daño y estuviese sangrando, exactamente igual que su corazón aunque éste alcanzaba el punto álgido en el que deja de doler tras haber sentido tanto dolor.

Apoyó las manos, después los codos. Su pelo creció y pasó a ser de color blanco, las arrugas llegaron a su cara, sus manos y después su cuerpo entero. Tras un año vino otro y después el siguiente. Casi todo había cambiado en ella menos la mirada, que seguía mirando hacia el mismo sitio, y la esperanza, que ni siquiera ocupaba el último lugar en la cola de los sentimientos que se pierden. Había perdido la noción del tiempo, qué importaba cuánto tiempo había pasado.


Entonces apoyó la mejilla en los antebrazos, y después cerró los ojos. Y durmió sin que sus ojos volviesen a despertarse más. Murió con la duda de si lo que había ocurrido era parte de la realidad o la imaginación le había vuelto a traicionar. Lo hizo como dicen que mueren los que han amado mucho.



Edurne (Edi)

2 comentarios:

maria jesus dijo...

Wauu, que bonito relato

Luis y Mª Jesús dijo...

Me encantó. No lo soñó, lo vivió cada día.
Besos