17 de diciembre de 2008

Carta a Barbie

Querida Barbie,

Yo odiaba a Barbie, fíjense. Tan rubia ella. Tan gringa. Cursi como la madre que la parió. Cada vez que la veía, pensaba que la peliteñida esa de cinturita de avispa y guardarropa era perfecta para tirarla en paracaídas sobre un campamento de chetniks serbios. El odio venía de antiguo. Cuando era jovenzuelo, figúrense, hace la tira, a mi hermana Marili le regalaron una Barbie por reyes, o por su comunión. Y recuerdo con desaforado odio mediterráneo a la repipi de mi hermana jugando a las casitas con aquella muñequita escuchimizada que se parecía a las tías de los anuncios del Reader’s Digest y a las que salían en las portadas de las novelas de Daphne du Maurier y Vicky Baum que leía mi tía Pura: Barbie Dulces Sueños, Barbie en el Lago de los Cisnes, Barbie y sus Animalitos Mimosos, etcétera. Para echar la pota. Yo aprovechaba cuando mi hermana estaba en el colegio para ahorcar a la muñeca en el hueco de la escalera; y al volver ella con la banda de alumna predilecta puesta se pegaba unas llanteras de órdago al ver a su muñeca girando en el vacío con un hilo bramante atado al cuello. Lo de mi otra hermana, Petunia, era más bonito si cabe: cada vez que se acercaba al moisés de su muñeco Tumbelino y lo destapaba, se lo encontraba apuñalado con un abrecartas de mi padre que tenía forma de daga moruna. Pero en fin. El capullo de Tumbelino no tiene nada que ver con esta historia.

Odiaba a Barbie, insisto. Por su pinta y por lo que representaba: ese estúpido aspecto de superioridad étnica, de norteamericana impasible, de ejemplar madre de familia blanca, protestante y anglosajona, segura de que su nación confía en Dios y viceversa, con su pinta de Doris Day bulímica –sólo tolero a esa torda haciendo de señora MacKenna en El hombre que sabía demasiado–, aséptica, pulquérrima, de sexualidad descafeinada del tipo tú a Boston y yo a California, un martini seco al volver el esposo del trabajo en la clínica –médico o arquitecto cualificado, por supuesto, con prestigio y viruta– y luego, figúrense: oichss, querido, cómo pretendes que yo te haga eso. La puntita nada más.Con esos antecedentes me senté el otro día a hojear el periódico junto a una niña que jugaba poniéndole vestiditos a una muñeca que al principio me pareció una Barbie, pero luego comprobé que no lo era. Más bien tenía pinta de putón verbenero. La muñeca. Así que le pregunté a la tierna infanta cómo se llamaba su pavita. «Bratz», dijo, mirándome con mucha desconfianza y mala leche. Al principio pensé que la niña eructaba o me estaba insultando, pero luego deduje que no. A ver si la criatura es hija de inmigrantes, me dije, y todavía no chamulla bien la lengua fascista del Imperio, o sea, esta jerga infame que se inventó Franco. Así que fui a preguntarle a mi hija, que ya no tiene edad de muñecas pero se infla a ver la tele, como todos los de su quinta. Y despejé la incógnita. Bratz, me dijo, es el nombre de la rival de Barbie. Que no te enteras, papi.

Picadísimo por mi ignorancia, me puse a investigar. Y resulta que la Bratz esa, como la Santísima Trinidad, es una pero en realidad son tres: Cloe, Dana, Jade, con dos amigos que se llaman Dylan y Eitan. Por lo visto son unas pájaras de aquí te espero: cabezonas, de ojos grandes, con curvas sinuosas, que se visten bajunas y apretadas, en plan Gran Hermano, o sea, vil gallofa. Dicen todo el tiempo jenial, buen rollito, oye tía, kedamos y wapa, no le hacen ascos a nada, y claro, arrasan. Ellas son las culpables de que a la pobre Barbie de toda la vida le haya venido una depresión espantosa, agravada por el hecho de que su hija Kelly creció, cambió su nombre por el de Myscene, y le ha salido un poquito puta, tal vez por la mala influencia de sus amigas íntimas Madison, Chelsea y Nolee, que a su vez se lo hacen con Ellis, River y Brian, unos chicos modernos amigos suyos. En cuanto a Barbie, para más drama, el novio aquel que tenía, Kent, le salió más maricón que un palomo cojo. Así que ella se lió con un muñeco australiano y cachas, cambió de vida, ahora se hace llamar Flava y ya no se viste de Laura Ashley, sino de rapera estilo Madonna; y a sus cuarenta y tres tacos –que ya es tener poca vergüenza– ha decidido, al fin, practicar sexo oral. O sea, que se arrastra por el fango. Imagínense. Quién me iba a decir que un día echaría de menos a aquella Barbie de mi juventud: tan recatada, tan pulcra, tan honesta. Que era una calientapollas, sí. Pero oigan. También era una señora.




Aún recuerdo el trauma cuando mi madre subió al camarote mi caja de Barbies porque consideró que ya era mayor para jugar con eso. Se marcó un antes y un después. No lo olvidaré.


Edurne (Edi)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

jajajajajajajajajajjaja

¡¡mu bueno :P!!

kisses twin!!

Amaya

Alex Lucendo dijo...

Siempre te queda escuchar a las Nancys Rubias cantar su "Barbie debe morir" ... jajaja.

¿Cómo estas, Edi?
Ya se acerca la navidad ... la verdad es que estoy stresadito, pero creo que aún me quedan cosas que hacer todavía.

He vuelto al blog un poco más ... ahí tienes alguna paranoia y novedad propias de una cabeza como la mía.

Así que hablamos pronto, que no estamos mucho en contacto.

Cuídate, vale?

=)

[Idiot Mode ON]
Leerte en un lcd GRANNNNDEEEE es una gozada, jejejee
[Stupid Mode OFF]